domingo, 4 de junio de 2017

La utopía del mensaje


                                                              "Me gusta la obra antigua por su novedad" Tristan Tzara

¿Cuánto hay de mágico en las obras maestras del arte? ¿Cuánto de sagrado? ¿Puede una obra ser símbolo de belleza, poesía y bondad? Desmitificar el arte mediante un nuevo proceso de mitificación parece ser un método efectivo de sutil reflexión, sin embargo “el mensaje” no siempre es el mismo. En toda creación hay cierto nivel de opacidad que la vuelve misteriosa, quizás incomprensible. A veces, incluso, inaccesible; de todos modos, las obras nunca terminan de decir lo que tienen para decir y a su vez cada nueva mirada le hará manifestar algo diferente. Reconocer “el mensaje”, entonces, parece una utopía.
Sin embargo, más allá de toda quimera, a mediados del 1900 se buscó codificar aquello que, a principios del siglo XX, habían traído consigo las primeras vanguardias artísticas: la redefinición del arte y del papel del artista. Esta oleada de revisión y actualización vanguardista de los años ’50 y ’60 es clave para la comprensión de la tradición artística actual. Así lo afirma Boris Groys en su ensayo “El universalismo débil”[1], sosteniendo a su vez que lo que las primeras vanguardias se cuestionaron fue si los artistas podrían seguir produciendo arte en medio de la destrucción constante de la tradición cultural en la que se hallaban inmersos a comienzos del siglo pasado.

Así es como en Rusia, hacia los años ’60, hubo una serie de directores encabezados por Fyodor Khitruk que revolucionaron al cine de animación ruso. Este enfoque revolucionario se oponía a la insistencia del Realismo Socialista que a comienzos de la década del ’30 alejaba a las creaciones artísticas de la influencia del Futurismo y la propia vanguardia rusa. Andrei Khrzhanovsky (Moscú, 1939) uno de los directores más destacados y políticos deslumbra y escandaliza en 1969 con su cortometraje La armónica de cristal transformando a esta sutileza animada en la primer película de animación prohibida de manera oficial en su país.

Un artesano llega a un pueblo con su poética creación en mano: un instrumento musical fascinante hecho de cristal que inspira buenos actos. El pueblo al que arriba está bajo el dominio de “un demonio amarillo” (¿amarillo traición o amarillo dorado, del oro y la ambición?). Cada vez que la armónica es ejecutada las notas se deslizan por el aire transformándose en flor al ser atrapadas por una mano humana. La llegada del artesano a este pueblo desencadenará una especie de Jardín de las Delicias contemporáneo (¿cuándo esta obra de El Bosco no lo fue?) donde el espectador podrá ver no sólo los extraños huevos bosquianos sino también los burros de Los Caprichos de Goya, la Torre de Babel de Brueghel y trazos al estilo Guernica de Picasso. Este despliegue de belleza crítica e inesperada es el medio (o la excusa) para reflexionar sobre la avaricia humana pero también sobre el papel de la poesía en la vida del Hombre.
Las citas pictóricas, una constante en la obra Khrzhanovsky, harán de este cortometraje un vaivén entre la justificación, la sacralización y la sátira. Esta oscilación es tal porque las citas no sólo remitirán al caos engendrado por el hombre sino también a lo bello que éste ha podido crear mostrando así que el encadenamiento de belleza es infinito: la magnificencia del arte es también lo que embellece la vida.

Ahora bien, las citas pueden insinuar “un mensaje” pero el hilo se tensa y destensa constantemente: si la flor sólo florece en manos del hombre renacentista (un niño con mirada melancólica salido de una pintura de Leonardo) y la armónica mágica es destruida en manos de un hombre que luce como El hijo del hombre del surrealista Magritte, podría deducirse que el cortometraje remarca el violento
quiebre vanguardista en el arte mimético y clásico, proclamándose sutilmente a favor de este último y en contra de la vanguardia. Sin embargo, las (des)tensiones siguen: la música que emana de la armónica es obra del compositor Alfred Schnittke[2], figura difícil ya que a raíz de su particular estilo fue rechazado más de una vez por críticos y maestros. En La armónica… se insinúan su maravilloso Concerto Grosso n.º 1 (para 2 violines, clave, piano preparado y cuerdas), su Moz-Art à la Haydn (para dos violines) como también Agonía, intensa composición del año 1974. Como una muñeca rusa que contiene otras dentro se aprecia en los títulos de las composiciones la tensión y distensión entre clásico y avant-garde lo cual lleva a meditar sobre la utopía del mensaje: las notas del cristalino y bondadoso instrumento son creación de una mente musical vanguardista y polémica: ¿es entonces el desvío una vía para la iluminación?



Mientras nos detuvimos en “el mensaje” el tiempo en el pueblo animado siguió corriendo. El niño melancólico ha vuelto convertido en muchacho con la armónica restaurada que al ser nuevamente ejecutada devuelve a su estado de Gracia a todas aquellas imágenes que se habían deformado ante la ausencia del cristal: la Madonna del Cuello Largo se afina, los retratos renacentistas adquieren
nuevamente su nobleza y mujeres de Paul Devaux caminan elegantes por las escalinatas… Incluso los avaros se vuelven más apuestos a medida que se despojan de sus riquezas, también la paleta de colores se transforma volviéndose cada vez más “rafaelista”, es decir, renacentista pero (¡una vez más el hilo se tensa!) cabe recordar que Rafael también es visto como manierista, es decir, con un estilo pictórico que se calificaba peyorativamente de amanerado, fuera de la línea clásica. Así es como las meditaciones se vuelven un verdadero conflicto y parecen no tener fin. Reaparece Boris Groys al rescate cuando afirma que la vanguardia quería crear un arte transtemporal (para toda época) y no estaba intentando salvar el alma sino al arte mismo. Y al intentar hacerlo produjo imágenes trascendentales que manifestaban las condiciones para la emergencia y contemplación de cualquier otra imagen. La vanguardia, entonces, trae a la vez claridad y confusión por su apertura y afán de coexistencia de estilos.


Quizás ésta sea la clave de la maravillosa obra de Andrei Khrzhanovsky: la coexistencia de la ruptura y la tradición, el equilibrio en el desequilibrio. Y, justamente, eso mismo parece transmitir la acción de una hermosa mujer a lo Botticelli que vuela soltando flores haciendo así que todos vuelen pero no como dioses o héroes sino como amantes en una pintura de Marc Chagall, elevados por su propia belleza y poesía. La armónica de cristal, entonces, parece sonar para recordarnos algo importante: a la hora de la codificación del mensaje a través de la mirada los espectadores no deberíamos olvidar la utopía que esto puede significar y así, tal vez, lograr entregarnos (paradójicamente) a ciegas a esa imagen que captamos, dejando que el arte cumpla su cometido: investir de significado nuestras vidas.

Manuela Rímoli



[1] “El universalismo débil”, Volverse público. Las transformaciones del arte en el ágora contemporánea, Boris Groys, Buenos Aires, Caja Negra Editora, 2014.
[2] El compositor (Enguels, 1934 - Hamburgo, 1998) trabajará con el director nuevamente en el año 1971 en “Armoire” y en 1972 en “La mariposa”. En la década del ’60 se convertirá en uno de los más destacados compositores de bandas sonoras.

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