miércoles, 7 de junio de 2017

Existir sólo en la imagen


En su célebre ensayo La cámara lúcida (1980) Roland Barthes afirma que no hay fotografía sin algo o alguien, ya que más allá de lo que ella nos muestre o la manera en que sea usada, la foto es siempre invisible. El autor sostiene que,  en realidad, no es a la fotografía a la que vemos sino a aquello que fue objeto de la foto. A su vez, Barthes plantea algo sumamente interesante que es que aquel que se encuentra, posando o no, frente a un objetivo fotográfico (y más allá frente al ojo del fotógrafo –o al dedo unido al disparador, como dirá el autor-) se transforma en objeto dejando ya de ser sujeto.
Relacionado a estos cuestionamientos filosóficos sobre la Fotografía se encuentra el documental La imagen perdida (2013) dirigido por Rithy Panh quien durante su infancia y adolescencia sufrió junto a su familia la violencia de vivir en los campos agrícolas, en los cuales obligaban a vivir a todos los ciudadanos de Camboya que en la década del ’70 se encontraban a merced del poder del régimen comunista de Pol Pot. Eran campos de reeducación donde obreros, intelectuales y niños trabajaban a la par y sin diferencias de posición. El documental gira en torno a la reflexión sobre aquellas imágenes que no existen o que (supuestamente) se perdieron: “la imagen perdida es aquella foto que no existe, aquel registro fotográfico de una situación que no fue realizado” nos dice la voz que nos relata toda la historia de estas familias prisioneras del régimen. Y la sensación que esta voz nos transmite constantemente es la de no existir a raíz de esta imagen faltante. Como si toda la tragedia y su dolor no hubiesen existido sólo porque no hay un registro de ello.  



¿Dónde están esas imágenes que muestran la realidad de toda la situación? ¿Por qué sólo existen registros de prisioneros trabajando contentos, entusiasmados y hasta sonrientes? ¿Por qué no se muestra la verdad, la otra cara? ¿Por qué? Estas son las preguntas que se hace el narrador/protagonista, preguntas que se hizo durante mucho tiempo y que no lo abandonan hasta el día de hoy.
La historia está narrada por una voz amable, suave, respetuosa que de alguna manera se vuelve “neutra”, dejándonos entrever su grandeza de espíritu, y quizás, hasta su perdón, a pesar de ser el único sobreviviente de su familia muerta por las condiciones de vida inhumanas de los campos. De todos modos, esta voz no deja de emitir frases punzantes como “todo empieza con la pureza y acaba con el odio”, “una imagen puede ser robada, un pensamiento no” o refiriéndose a la extrema situación de reeducación: “reconstrucción o destrucción”.

Más allá de los hechos verídicos tan angustiantes, la creatividad se impone y da lugar a la poesía: la mayor parte del documental está protagonizada por pequeños muñecos de arcilla que, sorprendentemente, transmiten emociones tan profundas como si se tratara de actores de carne y hueso. Es muy probable que esto se deba a que, justamente, estos muñequitos representan a personas de carne y hueso que fueron tratadas como si fueran muñecos, juguetes, títeres con los cuales alguien podía jugar a armar y desarmar caprichosamente. También hay filmaciones reales de la época y algunas fotos, que -como ya se mencionó- no muestran la crudeza verdadera de la vida en los campos pero que no dejan de ser un registro de que, al menos, esa “reeducación democrática” existió.
Por otra parte, la musicalización (a cargo de Marc Marder) es delicada y certera, no se impone al dolor ni a la voz del narrador. Sabe acompañar cuando debe hacerlo y es la protagonista cuando el sonido musical es el que debe cumplir el rol de narrador.
En suma, el documental se sucede armoniosamente, sin golpes bajos. Sin embargo, no deja de ser honesto y el padecimiento de los camboyanos es claro.


Rithy Panh (Nom Pen, 1964), ha dirigido varios documentales sobre la historia de Kampuchea Democrática, es un documentalista activo y comprometido. Con su última obra está creando,generando y dejando para la posteridad esa imagen perdida (ya no perdida, ahora existente) que tanto lo atormentaba y sigue atormentando, incluso llenándolo de sentimientos de culpa. Retomando aquí las ideas de Barthes ya mencionadas, descubrimos que el director logra transmitirnos al menos uno de sus más profundos sentimientos: todos los camboyanos prisioneros eran humanos, sujetos, no objetos. Quizás, esta imagen perdida, le permite a Panh resguardar su esencia de sujeto y lograr algo más contundente: crear su propia imagen como sujeto (ser humano) que vivenció aquello que parece haber desaparecido en el aire.


Desde el principio del film nos da a conocer a su familia y su modo de ver la vida, lleno de lirismo y música, y son estas las mismas cualidades que tendrá su imagen (ya no) perdida. Es admirable como una vez más, el dolor y la impotencia ligados al perdón y a las ganas de vivir crean una obra de arte.

Manuela Rímoli.

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