domingo, 23 de abril de 2017

La vida, ese claroscuro. “Elisa, vida mía” (1976) Carlos Saura.

“¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño, que toda la vida es sueño, y los sueños sueños son.”
Soliloquio de Segismundo, Escena XIX, segunda jornada, “La vida es sueño”, Calderón de la Barca, 1636.

Cuando algo es calificado de barroco como sinónimo de “sobrecargado” o de “saturación” suele hacerse con cierta carga peyorativa. Sin embargo, esta sinonimia no es del todo correcta. Quizás haya en esta carga desfavorable algo de cobardía o recelo ya que lo barroco esconde algunas cuestiones un poco más intrincadas a las cuales tememos “asomarnos”.

Recibe el nombre de Barroco el período que va de fines del siglo XVI a principios del siglo XVIII, época en la cual se produce un cambio filosófico y científico profundo: si hasta entonces (durante el Renacimiento) el hombre era la medida de todas las cosas, ahora se genera un descentramiento que propone una duplicación; estamos ante una nueva figura que tiene dos caras igual de importantes pero que no operan a la vez, una está iluminada, la otra obturada. Este descentramiento pone en cuestionamiento la configuración de la Verdad ya que de un círculo copernicano perfecto que tenía un punto de referencia claro se pasa a un desdoblamiento que hace que dicha Verdad se pierda dando lugar al pensamiento de la infinitud.
Las Meninas (1656)
A raíz de esta duplicación barroca todo es representación y surge así la reflexión clave de la época: “¿qué es sueño y qué es realidad?”. Las meditaciones giran, entonces, en torno a las representaciones de representaciones, a la relación ficción-realidad. Es por ello que el teatro barroco, por ejemplo, tiene como objetivo desbordar desde lo expresivo y crear un lazo entre los dos mundos posibles. La fluidez entre la realidad y el sueño, lo real y lo representado, creada a partir de la fusión de los espacios queda en evidencia en “La vida es sueño” la obra teatral de Calderón de la Barca (España, 1600-1681) estrenada en 1635, como también en la reconocida pintura “Las Meninas” (1656) de Diego Velázquez (España, 1599-1660). 


Esta dialéctica entre “realidades” que define al espíritu barroco no ha abandonado al hombre desde entonces. Ya sea en las (re)presentaciones artísticas, en las meditaciones filosóficas o de vez en cuando en la vida, en esos momentos en que el Pasado y el Presente dialogan de manera delicada pero intensa, momentos de la existencia que (luego) reconocemos como decisivos. El diálogo es delicado porque no nos concede mensajes (conclusiones) lo suficientemente claras como para que podamos darnos cuenta cuál es la cara iluminada y cuál la obturada. Es decir, una vez más, cuál es el camino a seguir si queremos permanecer en la “realidad” que creemos es la vida misma y, osamos proclamar, la cordura.

En esta circunstancia existencial conocemos a Luis y a Elisa que no se han visto durante muchos años (él abandonó a su familia y se retiró a vivir en el campo). Ella, su hija mayor, lo visita por su cumpleaños y halla en este reencuentro la excusa (la razón) para quedarse por un tiempo, dilatando así el retorno a casa donde la espera su marido, a quien a pesar de los años de convivencia, ella misma afirma, no conoce.
  


“Elisa, vida mía” (1976) es una de las más aclamadas películas del español Carlos Saura (1932) y esto sea quizás porque, como en otras de las obras del cineasta, lo real se construye a partir de una apariencia. En este film el padre ve a su hija como una ficción que intenta transformar en novela generando a su vez en el espectador la incertidumbre frente a aquello que está viendo, ¿deseos reprimidos o rostros asimilables en el inconsciente familiar? ¿Ensoñaciones? ¿Recuerdos del pasado? ¿Qué es eso que se “ve”? (¿Acaso lo sabe el propio Luis?). 


Si bien no abundan las preguntas de índole existencialista, Luis y Elisa se cuestionan el camino recorrido de manera tan sutil que el ambiente, a lo largo de la película, se vuelve cada más barroco por sus modos, su paleta de colores y, por supuesto, sus juegos de engaño, trucos escenográficos eficaces a la hora de manifestar la falta de eficacia de los sentidos.
Así, tal vez como heredero de las meditaciones de Calderón y Velázquez, Saura sorprende con una obra barroca en pleno siglo XX. Pero, como suele suceder con creadores de su talla, hay un diálogo que insinúa establecerse entre obras a modo de contestación en la respuesta (fundamental pero no por ello sencilla) que da Luis cuando su hija le pregunta qué hace además de traducir y dar clases: “No sé, leo, pienso, respiro, paseo… vivo… que no es poco.”. Quizás ésta sea la respuesta a la pregunta de Segismundo en su célebre soliloquio.

De esta manera, sutilmente, este diálogo parece alejarnos de lo peyorativo del término “barroco”… Porque frenesí, ilusión, ¿sombra? ,¿ficción? … es probable que nadie lo sepa pero sí puede saberse que, aunque “el vivir desgasta y nos envejece” en esta vida o en su espejo, al final de cuentas, estamos vivos. 

Manuela Rímoli.

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