miércoles, 7 de septiembre de 2016

Mi primera lección me la dio una película*. “Accattone” (1961) Pier Paolo Pasolini.

“Italia se despierta” dice una mañana uno de los amigos de Accattone mientras se despereza en un sórdido café de Italia. Sin embargo, esta afirmación para el espectador se vuelve pregunta, “¿Italia se despierta?” Y desde otro lugar, Pasolini, en el paradójico silencio que es el cine, grita, quizás ruega, “Italia… ¡despierta!”

Pier Paolo Pasolini inaugura su carrera como director de cine en 1961 con “Accattone”, película que narra la historia de un italiano sin dinero, sin esperanzas y sin trabajo. Este italiano es Accattó (como lo llaman sus amigos), un hombre que desea dinero, se encomienda a Dios (pero ¿quién se lleva las almas? ¿Jesucristo o el Diablo?) y prostituye a sus mujeres.
Esta ópera prima reúne dos particularidades, por un lado inaugura al Pasolini director con toda la riqueza que él traía consigo: poética, militancia política, obras teatrales, crítica literaria y guiones de cine para directores de la talla de Federico Fellini. Y por otro lado, el film ve la luz en una década novedosa para la cinematografía europea, una época floreciente de Nuevos Cines que buscaban (lográndolo) contar las historias de una manera diferente.
“Accattone” es considerada por muchos críticos como una película neorrealista pero el aparente Neorrealismo de Pasolini ya no es el de la postguerra italiana (como el de Roberto Rossellini, por ejemplo, con su célebre “Roma, cittá aperta”). Sin embargo, al igual que éste, en “Accattone” se busca mostrar esa (otra) nueva realidad, la realidad que sólo se reconoce cuando se la muestra y que en este caso es la realidad que Pasolini quería mostrar. Aquella realidad que él creía necesaria dar a conocer para que, al menos alguien, pudiera “despertar”. El director prefería usar el término “épico” más que “neorrealista” para hablar de su ópera prima, y quizás pudiera hallarse más cercano al Teatro Épico[1] de Brecht que al Neorrealismo de Rossellini.
Sin embargo, adjetivando al film de una u otra manera, es la poesía pasoliniana que se entremezcla constantemente con el crudo relato social la que hace de este estilo cinematográfico algo singular, ese algo que se podrá encontrar en todas las películas del director que vendrían después. Un atractivo ejemplo son las canciones italianas típicas que cantan los personajes del film, distraídos, casi tarareándolas, pero que nos llevan a la reflexión del suceso particular que se nos presenta. Otro
ejemplo, algo más profundo, son los nombres de las mujeres de Accattone. Sus nombres son una clave para desentramar sus significativos roles en la vida del miserable italiano: Maddalena, la primera, aquella que lo ve como su verdadero amor pero condenándolo al fin y la segunda mujer, que aparece cuando todo parece estar gobernado por el desamparo de Dios, Stella (“estrella” en italiano) que le devuelve la esperanza e incluso lo enamora, cambiando el rumbo de su vida.


En su texto “La primera lección me la dio una cortina”[2] Pasolini sostiene que los objetos son signos lingüísticos que se dirigen a los hombres de manera objetiva y les enseñan lo que necesitan saber sobre la vida que llevan. Los objetos están ligados a la condición económica y social del sujeto. Pero la particularidad es que se presentan de tal manera que se hacen descifrar como nuevos y desconocidos. Todo antes de que el sujeto posea una memoria (recuerdos) que lo lleven a llenar de significado a dichos objetos. También dirá que el discurso que proviene de estos objetos es entonces pedagógico e indiscutible, lo cual lo hace autoritario y represivo. A su vez, Pasolini dirá que el lenguaje de las cosas es muy parecido al lenguaje de la televisión, es decir, pragmático y sin posibilidades para la réplica o la resistencia como tampoco para lo alternativo.
Ahora bien, “Accattone” imparte una lección que se aleja de la enseñanza autoritaria de los objetos. Cada espectador, como sucede con toda obra maestra, terminará la obra en su interior, sacará diferentes conclusiones.  Conclusiones que inclusive variarán con el tiempo y la madurez de cada uno. Sin embargo, hay algo que esta intensa ópera prima nos deja a todos los espectadores y es aquello que nos da la clave para entender la vida y la obra del director como también algo preciado para nuestras vidas.
El film, al ser una sucesión de acontecimientos teñidos de miseria, desesperación y escepticismo (o quizás una especie diferente de fe) musicalizados con la obra de Johann Sebastian Bach (compositor barroco [1685-1750]), una vez más entremezcla la realidad y la poesía.
El hecho de que todos los sucesos “mundanos” que acontecen en la vida de Accattó estén acompañados de melodías sublimes le quita el velo a esa aparente profanidad mostrando cuán sagrada es la existencia humana y que profundidad existe en el carácter mundano de las vidas minadas por la mentira y la trampa.
Cuando la policía le pide los documentos a Accattone, éste protesta, se resiste y los increpa diciéndoles que no tiene documentos, que ¿quién los tiene? y que él sabe bien quién es, con o sin ellos. Y es así, a través de las reflexiones “intempestivas” de sus personajes, como Pasolini atraviesa a todo aquel que se preste a sus obras. Él sabía quién era y sabía quiénes seríamos nosotros. Pasolini nos enseña con sus películas el posible camino que el ser humano puede desandar para desarmarse y volver a armarse con honestidad. Ese camino de real deconstrucción que posibilita el ser.


Manuela Rímoli.


[1] Bertolt Brecht, dramaturgo alemán, proponía un teatro a través del cual los hombres adquirieran una actitud crítica frente a la realidad que vivían. Aspiraba a que se lograra reconocer a la realidad como algo cambiante y no como una estructura inamovible.
[2] Pasolini, Pier Paolo (2010) Gennariello en Lettere Luterane, Madrid. Ed. Mínima Trotta. (edición original 1975)

* El título de esta nota hace alusión a "La primera lección me la dio una cortina", véase nota 2.

jueves, 18 de agosto de 2016

Robarles el fuego a los dioses. La osadía de Andrei Tarkovsky.

Prometeo robó el fuego a los dioses para otorgárselo a los hombres facilitándoles así su vida en la Tierra. Con este atrevimiento burla a los dioses y, naturalmente, recibe su cruel castigo de la mano del Dios más poderoso, Zeus: Prometeo es encadenado en el Cáucaso donde un águila devora su hígado. Pero como Prometeo es inmortal, el hígado vuelve a crecer día a día y es devorado, nuevamente, por el águila. El castigo durará toda la vida.


Un poco más cerca en el tiempo, a comienzos del siglo XX, una Rusia politizada anuló la poesía en el cine. Semejante ausencia en el séptimo arte ruso trajo como consecuencia su casi total anonimato. Tendrían que pasar más de 30 años para que esta situación cambiara. Es en el año 1962 cuando Andrei Tarkovsky (1932 Unión Soviética -1986 Francia) presenta La infancia de Iván, su primer largometraje (será el primero de siete) y se convierte así en el Prometeo soviético. Sus siete películas son consideradas poemas y ésta es su gran osadía. Como un robo a los dioses, Tarkovsky devuelve la poesía al cine ruso. Pero, por supuesto, recibe su castigo. A lo largo de toda su vida de director estuvo bajo los ojos represores de la política rusa, incluso se vio obligado a abandonar su tierra y trabajar en el exilio.


Este acto prometeico quizás se geste en sus propios orígenes: era hijo del poeta ruso Arseny Tarkovsky (1907-1989), cuyos poemas son parte de la película El Espejo (1975) y cuya sensibilidad se transfiere a la de su hijo. Más allá de todo simbolismo (el director no quería encasillarse en eso) lo que su cine nos da es la extraña libertad que emana de las películas en las cuales los personajes no son libres. La opresión, al ser vista por el espectador, otorga –casi mágicamente- una especie de llave que puede abrir los misterios de la melancolía y la esclavitud espiritual. Parte de esta esclavitud cotidiana nos la da la constante presencia de sonidos que nos alejan de aquella música interna y natural con la que fuimos concebidos. Tarkovsky, amante de la soledad y la naturaleza, se limita a musicalizar sus films con grandes milagros de la música (La pasión según San Mateo, de Johann Sebastian Bach, por ejemplo) o con sonidos de la naturaleza.
Si pensamos en la frase del poeta Paul Valery: “Cada átomo de silencio es la posibilidad de un fruto maduro”, encontramos en el cine del director ruso los frutos maduros que harán que nuestro espíritu encuentre al menos una punta del hilo que nos hará (¿con suerte?) salir del laberinto en el que estamos inmersos: la vida y el miedo a la soledad.
En sus películas nos encontramos en un misterioso vaivén entre la ausencia de Dios y su abrumadora presencia. Los personajes viven, piensan, sueñan y los espectadores ¿ajenos?  los acompañamos. Al fin de cuentas todos somos humanos inmersos en el misterio de la Vida y la Muerte y en el gran misterio de Dios. Estamos atrapados en la nostalgia y el sacrificio; ver estas películas es enfrentarse, inevitablemente, a un espejo crudo y honesto que nos devuelve nuestra propia imagen de seres en eterna búsqueda.


También el arte pictórico está presente, no sólo porque cada  fotograma es de una composición profundamente bella sino porque Tarkovsky parece querer hacernos entender que la vida sin el Arte no sería posible. Hay una especial debilidad por el arte del Medioevo (el mejor ejemplo es la película Andrei Rublev -1966-, basada en la vida del pintor medieval) y por el arte del Renacimiento (Leonardo está presente como un genio, a veces monstruoso). En su última película, Sacrificio (1986), la voz principal del film reflexiona a medida que pasa las páginas de un libro con reproducciones de frescos medievales: “¡Fantástico! ¡Qué gran refinamiento! Qué sabiduría y espiritualidad, y al mismo tiempo inocencia infantil. Profundidad e ingenuidad a la vez. Increíble, como una plegaria”, y después de un largo y sentido suspiro agrega, “todo esto se ha perdido. No somos capaces ni de rezar.” De alguna manera, estas palabras representan la esencia de este cine, un cine que refleja nuestras profundidades humanas y sagradas. Un cine que busca reencontrarnos con aquello que parece que hemos perdido, la capacidad de rezar. Entendiendo por rezo, aquello que nos eleva hacia lo que consideramos superior, más allá de cualquier creencia. Aquello que nos une con todo lo que es y todo lo que nos permite ser. Este Prometeo ruso, devorado a diario por un águila vengativa, nos devolvió (¿o compartió?) un poco de la poesía que sólo se encuentra en la eterna búsqueda, en esa plegaria que es nada menos que nuestra propia vida.


Filmografía de Andrei Tarkovski: ‘La infancia de Iván’ (‘Ivanovo detstvo’, 1962), ‘Andrei Rublev’ (‘Andrey Rublyov’, 1966), ‘Solaris’ (‘Solyaris’, 1972), ‘El espejo’ (‘Zerkalo’, 1975), ‘Stalker’ (id, 1979), ‘Tempo di viaggio’ (id, 1983), ‘Nostalghia’ (id, 1983), ‘Sacrificio’ (‘Offret’, 1986).

Manuela Rímoli


viernes, 5 de agosto de 2016

Improvisando seremos más felices.

Es muy probable que todos, alguna vez, hayamos pronunciado la frase “no existe un manual que enseñe a vivir” y últimamente, suele agregarse: “estoy improvisando”. Improvisar (de improviso), es hacer algo de pronto. Tan sorpresivamente como saltar al vacío. Pero entregarse al vacío y lograr que de esa caída surja la risa es un desafío difícil no sólo en la vida cotidiana sino también en el escenario. A este “hacer algo de pronto” generando risas se dedica el grupo teatral “Varietales por doquier (VXD impro)” conformado por tres actores que juegan al anonimato y a las múltiples identidades y una figura (a veces femenina, a veces masculina) que los modera en su diálogo con el vacío previo a la creación. De esta acción (tan) simbólica como la búsqueda de una vida diferente, efímera y por efímera disfrutable, llevada a cabo por VXD nace, no sólo de un espectador sino de toda una sala, un rito que condensa una parte esencial del arte teatral.
Y como un espejo que refleja ese vivir la vida improvisando hallamos en este grupo de artistas actores que se equilibran con sus personalidades diferentes y al equilibrarse logran que en su conjunto todo funcione como un engranaje casi perfecto.

Franco Luque se reconocerá siempre por su rebeldía y fuerza arrolladoras que incluso cuando lo traicionan le dan vigorosas coloraturas a la obra; por su parte Carolina Ponce de León dialoga constantemente con sus dos caras, una tenue y silenciosa y otra llena de estallidos de energía que hacen del sorpresivo desequilibrio un nuevo equilibro. El tercer actor es Federico Rodríguez quien con su creatividad y convicción hará que la obra, sin importar qué inventos surjan, esté atravesada por un hilo sutil pero firme que la hará contundente e hilarante. La figura del moderador, en manos de Ezequiel Éboli, alternará sus ausencias con presencias significativas que harán de salvavidas cuando la improvisación se subleve.
Y como si todo esto fuera poco, VXD cuenta actualmente con un invitado musical que también improvisará acompañando a los actores y hará que cada función cobre otra vitalidad, el pianista Vinicius Magalhaes, un músico que insinúa con su musicalidad su talento e imaginación.
  
Y así como Varietales… se lanza felizmente hacia una forma alternativa de ausencia, los espectadores debemos dejarnos llevar por ellos ya que es la risa lo que sobrevuela la sala en cada función, la risa que al final de la semana nos recuerda que improvisando seremos más felices.

Actúan: Ezequiel Éboli, Franco Luque, Carolina Ponce de León y Federico Rodríguez.
Música: Vinicius Magalhaes

Manuela Rímoli.


martes, 12 de julio de 2016

Romper el espejo para que logre reflejarse la luz.


Romper el espejo, el espejo social, ese armado como casa de muñecas de plástico. Muñecas que siguen un plan sistematizado, “perfecto”. ¿Quién configuró este esquema? ¿Quién fue aquel que dijo que el corazón tenía sentimientos? ¿Qué es un sentimiento? ¿Los hay buenos y malos, correctos e incorrectos? A decir verdad, el corazón tiene sangre. ¡Sí, sangre! Y es una mezcla extraña de arterias, venas, nervios. En realidad, es un asco. ¿Un asco como uno? Como uno cuando se corre del esquema, quizás.
Lo que sucede es que existe un esquema-espejo y ante él uno se vuelve objeto pero si la posibilidad de reflejarse existe significa que se es sujeto. Entonces, ¿qué hacer? ¿Cómo reconfigurarse y volver a ser sujeto? Una buena opción es vivir los 70 vigorosos minutos de Bulto Magno. Minutos en los que se entrecruzan vidas-vidas, vidas-palabras, vidas-cuerpos y en los que no se sabe de manera certera de qué lado se está, ¿espectador o actor?

Bulto Magno es un espejo que se desarma, se desarticula y una vez que se presencia la obra ya no es posible verse reflejado en una sola y única imagen. En ese desarmado, en esa desarticulación también se desarma el espectador. Todos los personajes son uno y uno es todos. Y en ese ambiente coral de deconstrucción uno se arma, se reconstruye para volver luego a mirarse en un (otro) espejo (aparentemente) armado pero que ya nunca va a articularse como creíamos que era correcto.
El equilibrio en este desequilibrado grupo marginal de sujetos eufóricos pero, paradójicamente, llenos de melancolía, proviene de las intensas palabras que salen proyectadas desde sus bocas y que antes fueron (siempre lo serán) palabras de Alejandro Urdapilleta; pero esto es así porque estos marginales están representados por actores excelentes.
Marcos Gómez y Romina Rama se destacan por lograr una pasión inexplicable que logran articular con sus ojos, sus voces y sus cuerpos. Rocío Ferrer y Belén Spenser, por su parte, encarnan sus papeles con una intensidad arrolladora y Santiago Martín y Belén Azar generan delicados oasis de gracia. A su vez, Paola Villa y Augusto Chiappe funcionan como dos puntos alejados entre sí que equilibran y sostienen la coherencia de las demás actuaciones no sólo por sus roles sino también por sus impecables actuaciones.
Por otra parte, el vestuario y el maquillaje no podrían estar más acertados y la musicalización e iluminación completan este penetrante equipo de un modo justo.

Obras como Bulto Magno son necesarias. Necesarias para recordarnos algo que parece que se olvida al nacer. Algo indiscutible: no necesitamos pertenecer para ser. Siendo ya estamos perteneciendo a algo mucho más vasto que a un acotado, encorsetado esquema. Siendo existimos y no hay esquema que valga cuando se trata de ser fiel a uno mismo.
Así, como muchas voces han dicho a lo largo de la larga vida del arte dramático, el teatro funciona como puente hacia el conocimiento de uno mismo. Y el equipo de Bulto Magno hace honor a esta función. Diecinueve actores en escena rompen el espejo y dejan pasar la luz.

Manuela Rímoli.

Ficha técnica
Actúan: Augusto Chiappe, Belen Azar, Belen Spenser, Daniel Wendler, Daniela Echarte, Daniela Nuñez, Florencia Barral, Florencia Colace, Josefa Vergara, Juan Flores, Marcos Gomez, Marina Cacia, Martín Goldber, Paola Villa, Rocío Ferrer, Romina Rama Vilariño, Santiago Martin, Tatiana Emede, Victoria Spiner.
 Coreografía: Andrés Molina
Diseño de iluminación: Leandro Crocco
Sonido: Jonas Etcheverry
Diseño gráfico: Claudia Tapia, Tatiana Emede
Fotografía: Geoconda Zambrano
Producción: Bulto Magno
Supervisión Artistica: Guillermo Cacace, Julieta de Simone, Andrés Molina,


Sitio web: Web: https://www.facebook.com/bultomagno/?fref=ts